
QUO VADIS?
Leo en la sección de Sociedad del diario El País de hoy que “la radiación diaria de los móviles no es peligrosa”. Luego, en los párrafos de cola de la noticia, matizan que al menos no lo es en este momento, pero que a largo plazo no están probados aún científicamente sus efectos secundarios. Total, como para no alarmarse, pues en el contexto de absoluto presentismo (permitidme este término aún no catalogado por nuestros académicos para denominar el afán indolente, irresponsable y temerario por vivir el exclusivo momento sin calcular las consecuencias de nuestros actos) al que nuestra sociedad está abocada, poco importan tales efectos si la dicha presente, si el placer inmediato anulan cualquier otra capacidad de discernimiento. Vivimos cada día al borde del abismo sin prestarle atención, sin tomar las debidas precauciones, como auténticos inconscientes ávidos de agotar cada segundo, de exprimir cada instante sin otro horizonte que el puro consumo de lo que se nos ofrece sin control, sin sustento, sin contraste. Sociedad de encefalograma plano y estómago voraz... Quo vadis?
Pero lo que más me preocupa no es la radiación magnética de los móviles sino el uso claramente adictivo que hacemos cotidianamente de ellos. Tú mismo, lector que azarosamente has clicado en este blog, ¿acaso no dispones de uno de estos artefactos de última generación? Yo, desde luego, poseo uno; y cada uno de los componentes de mi familia dispone de uno particular. Naturalmente, argüimos en nuestra defensa que sólo es por cuestión de seguridad, de protección, de localización urgente. No digo que no sea cierto, pero no es menos cierto también que cada vez más nos comunicamos sólo por esta vía, que obviamos el encuentro vis a vis, la cita presencial, la conversación directa y oral y la sustituimos por el mensaje corto (sin pasarse, no vaya a ser que nos cobren por dos), la pitada de aviso, o la conferencia enlatada y electroacústica. Me recuerda todo esto la última película que he visto en el Festival Internacional de Cine de Gijón, “Adoration”, del canadiense Atom Egoyan, en la que un adolescente se pasa todo el tiempo hablando por chat con sus amigos; no sale nunca de casa (excepto para ir al Instituto), encerrado en su cuarto y pegado a la pantalla de su ordenador “hablando” y “escuchando” por multisesión en internet.
Y mientras tanto la sociedad de la incomunicación va hacia la deriva (¡líbreme dios de lo que librarme no sé!, como diría un personaje cervantino), unos obispos obsoletos se empecinan en seguir metiendo cizaña con el dichoso crucifijo que todavía campa anacrónicamente por sus respetos en muchas aulas de los centros públicos, laicos y aconfesionales.
Más nos valía a todos -y a los del crucifijo los primeros; que tomen ejemplo del apóstol Pablo- hacer un alto en el camino y escuchar la voz de nuestra propia conciencia crítica que no cesa de clamar: Quo vadis?
Paco Ayala Florenciano