La crisálida



Vacaciones

He pasado toda la Semana Santa en la región de los Altos Pirineos franceses. Sin ordenador, sin televisión, sin prensa, sin radio... Sólo naturaleza, pequeñas aldeas de pizarra negra y apacible vida campesina. Sólo nieve -nos cayeron encima dos intensas nevadas-, abetos -imponentes y majestuosos abetos oscuros, serenos, robustos-, ríos torrenciales y caudalosos, misteriosas abadías solitarias, profundas grutas de mágicas estalactitas y blancas inflorescencias de aragonito, y la delicada y metálica sonoridad de la lengua francesa. Sólo, que es mucho pedir en la arrebatada era que nos ha tocado en suerte. Y lo más curioso del caso es que no he echado en falta nada de lo que antes de ir de vacaciones era el pan nuestro de cada día: noticias, películas y distracciones varias. Sólo contemplar, degustar el puro presente -¡qué cortos los días, qué tempranas las noches!-, conversar en familia o con los buenos amigos que nos acompañaron, escuchar el sonido del agua, el silencio de la nieve cayendo blanda y majestuosa sobre la tierra, las campanas de las iglesias dando las horas, la inerte quietud de los cementerios de granito gris y enormes crucifijos.

Pero tengo que contarlo todo y la verdad es que todo no fue tan idílico como lo pintan mis anteriores palabras. Estos pueblecitos franco-pirenaicos viven fundamentalmente del turismo de esquí. En cada valle, a poco que se tercie, hay una estación perfectamente adecuada para este pingüe deporte, con sus remontes, sus teleféricos, sus decenas de hoteles muchas veces en grave desentono con el grandioso paisaje de montaña, sus restaurantes de comida rápida, sus supermercados en incesante actividad, sus tiendas de atuendos y equipos para la nieve -ahora de saldo fin de temporada-, sus oficinas de turismo... En fin, bullicio y mercadería nada aptos para quienes buscamos la paz y el sosiego de la vida simple, el recóndito locus amoenus o aquel horaciano e inmarcesible beatus ille. ¿Cómo lograr, entonces, salir a flote en tan complicado propósito? ¿Cómo lograr evadirse del mundanal ruido y disfrutar de la maravilla natural del entorno? Pues simplemente yendo a contracorriente, a contrapelo de la rutina horaria que marcan la apertura y el cierre de las estaciones de invierno, trocando los forfaits por entradas a centros culturales, recorriendo senderos para caminar sin deslizarse artificialmente sobre tablas sintéticas, buscando montañas y paisajes no hollados aún por las torres metálicas de las telesillas -que los hay, aunque no tantos como debiera-, o solazándome, por las noches sobre todo, con la lectura de algún buen libro que incluí en mi equipaje, a salvo, en mi imaginario refugio, de la batahola callejera.

Y una vez más, para no desdecir el alto concepto que de ella he tenido siempre, la madre naturaleza me compensaba con creces regalándome, de día, el espectáculo soberbio de bosques y montañas, y acunándome, de noche, en el plácido sueño reparador -para ella y para mí- de todos los males que le inflige el hombre.

Paco Ayala Florenciano

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