
¿Imagináis lo atónitos que debieron de quedarse aquellos rudos e ignaros cabreros al escuchar el retórico discurso de nuestro Don Quijote sobre el tópico renacentista de la edad dorada? En esta dualidad dialéctica entre realidad y fantasía, entre lo que es y lo que uno sueña que debería ser, entre lo posible y lo utópico, reside la clave interpretativa de la obra cervantina: un trasnochado e iluso caballero andante por los adustos y ramplones campos de Castilla.
Pues algo así nos sentimos a veces (quizás demasiadas) los profesores cuando tratamos de impartir enseñanza en nuestras clases, rodeados de indolentes adolescentes a quienes lo único que les preocupa es el final de la clase -que no la finalidad-, no llevar demasiados deberes -mejor ninguno- para casa o -en el mejor de los casos- solamente aprobar. Lo de aprender, aprovechar el tiempo, superarse y progresar física y mentalmente ya son palabras mayores o puras excepciones para los buenos alumnos, que siempre los hay y menos mal.
Es cierto que muchas veces (quizás demasiadas también) lo que les ofrecemos a nuestros pupilos no les interesa lo más mínimo, bien porque les parece completamente inútil e innecesario para afrontar y entender su mundo cotidiano, bien porque les resulta intrincado, complejo y excesivamente dificultoso habiendo como hay tecnología accesible y barata que facilita y acorta la labor cuando no “piensa” y resuelve por nosotros. Es cierto, reconozcámoslo. Todavía en las aulas carecemos de medios acordes con dicha tecnología; todavía los profesores no sabemos bien cuándo ni cómo usarla y -lo que es más grave- nos vemos refrenados e impedidos de dar rienda suelta a la experimentación e innovación pedagógica por los periclitados currículos que aún hoy se obstinan en mantener las administraciones educativas. Sí, proclamémoslo una vez más: es cierto y merece una profunda reflexión y un cambio de rumbo sereno, concertado y firme a la vez.
Pero no lo es menos que para que esta revolución de calado se produzca también hace falta un cambio profundo y radical en la actitud de los discentes, de los estudiantes. Para empezar, es preciso que acudan a clase con verdadero espíritu de estudiante -no olvidemos la etimología de estudiar: ejercitar el entendimiento para alcanzar o comprender algo-; es preciso asimismo que lo hagan acatando -con convencimiento, no por imperativo legal- el principio de autoridad de su profesor o maestro. Si bien es verdad que este principio no es una cualidad innata del docente, sino que se gana a pulso, con trabajo, mostrando y demostrando nuestro saber, nuestra autoridad en la materia que impartimos y nuestra autoridad moral como adultos maduros y responsables. Y siempre y en toda circunstancia -y esto se adquiere sobre todo en el seno familiar- ejerciendo el respeto como máxima (a sí mismo y a lo ajeno), entendiendo la educación como el mejor regalo que la sociedad se hace a sí misma, como el pilar insustituible de una edad dorada que ni antes la hubo (ojo: absténganse recalcitrantes impostores de la vuelta al pasado como solución) ni existe aún, sino que está por llegar, que la estamos construyendo como utópicos quijotes, pero que a buen seguro llegará con buen corazón, coraje suficiente y aprendiendo de las caídas.
Pues algo así nos sentimos a veces (quizás demasiadas) los profesores cuando tratamos de impartir enseñanza en nuestras clases, rodeados de indolentes adolescentes a quienes lo único que les preocupa es el final de la clase -que no la finalidad-, no llevar demasiados deberes -mejor ninguno- para casa o -en el mejor de los casos- solamente aprobar. Lo de aprender, aprovechar el tiempo, superarse y progresar física y mentalmente ya son palabras mayores o puras excepciones para los buenos alumnos, que siempre los hay y menos mal.
Es cierto que muchas veces (quizás demasiadas también) lo que les ofrecemos a nuestros pupilos no les interesa lo más mínimo, bien porque les parece completamente inútil e innecesario para afrontar y entender su mundo cotidiano, bien porque les resulta intrincado, complejo y excesivamente dificultoso habiendo como hay tecnología accesible y barata que facilita y acorta la labor cuando no “piensa” y resuelve por nosotros. Es cierto, reconozcámoslo. Todavía en las aulas carecemos de medios acordes con dicha tecnología; todavía los profesores no sabemos bien cuándo ni cómo usarla y -lo que es más grave- nos vemos refrenados e impedidos de dar rienda suelta a la experimentación e innovación pedagógica por los periclitados currículos que aún hoy se obstinan en mantener las administraciones educativas. Sí, proclamémoslo una vez más: es cierto y merece una profunda reflexión y un cambio de rumbo sereno, concertado y firme a la vez.
Pero no lo es menos que para que esta revolución de calado se produzca también hace falta un cambio profundo y radical en la actitud de los discentes, de los estudiantes. Para empezar, es preciso que acudan a clase con verdadero espíritu de estudiante -no olvidemos la etimología de estudiar: ejercitar el entendimiento para alcanzar o comprender algo-; es preciso asimismo que lo hagan acatando -con convencimiento, no por imperativo legal- el principio de autoridad de su profesor o maestro. Si bien es verdad que este principio no es una cualidad innata del docente, sino que se gana a pulso, con trabajo, mostrando y demostrando nuestro saber, nuestra autoridad en la materia que impartimos y nuestra autoridad moral como adultos maduros y responsables. Y siempre y en toda circunstancia -y esto se adquiere sobre todo en el seno familiar- ejerciendo el respeto como máxima (a sí mismo y a lo ajeno), entendiendo la educación como el mejor regalo que la sociedad se hace a sí misma, como el pilar insustituible de una edad dorada que ni antes la hubo (ojo: absténganse recalcitrantes impostores de la vuelta al pasado como solución) ni existe aún, sino que está por llegar, que la estamos construyendo como utópicos quijotes, pero que a buen seguro llegará con buen corazón, coraje suficiente y aprendiendo de las caídas.
Paco Ayala Florenciano
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