
(El Quijote, I, XLII)
¡Qué feliz encuentro, qué feliz reconocimiento (anagnórisis) de los personajes en la venta a la que han conducido, como por arte de birlibirloque, las hazañas de nuestro ingenioso caballero! Y este sentimiento universal de compasión, de confraternización, de compulsión amorosa, se contagia también al lector, que llora, y se emociona, y se compadece, y goza, y se llena de júbilo y se inflama de amor extrapolando las vivencias ficticias ajenas de lo novelado a la vivencia real y propia. Uno se imagina y revive el reencuentro con sus familiares en esta próxima navidad, o con sus amigos de toda la vida que hace justamente un año que no ha vuelto a ver, o con su misma tierra que le vio nacer y de la que se exilió hace más de veinte años... ¡Y qué olvidadas en nuestros tiempos de prisas, de comida rápida, de estímulos por doquier, las expresiones de los sentimientos, tan simples, tan primitivas, tan humanas, tan verdaderas como el suspiro, el lamento, el llanto y sus lágrimas, o la sonrisa abierta, la risa profunda y expansiva, el elogio sincero, la caricia afectiva, el abrazo fundente, la alegría manifiesta! ¡Pero qué reconfortante, qué salutífero, qué pleno y esencial sentirlo y mostrarlo a corazón abierto!
Acabo de regresar de un curso de 12 horas sobre Comunicación No Violenta (CNV) y me he dado cuenta -en carne propia, es decir, por propia experiencia- de lo inhibido y amputado que me hallo y nos hallamos el común de los seres humanos a tal respecto. Juegos o estrategias tan simples como salir al centro del semicírculo y contar a los compañeros cursillistas una experiencia, los sentimientos que despierta y las necesidades elementales que revela era algo tan simple como extraño y difícil. ¡Madre mía -me digo- en qué niveles comunicativos estamos! ¡En pañales todavía! Tanto progreso técnico, tanta educación reglada y para todos, tantos medios de comunicación a nuestro alcance... y tanto miedo, tanta regresión, tanta impotencia para desvelar a los demás nuestra auténtica identidad, lo que realmente sentimos y necesitamos como individuos sociales que somos. Y lo más curioso y al mismo tiempo impactante de todo es que todos los hombres y todas las mujeres de la tierra tenemos en común la misma carta de sentimientos y necesidades, el mismo arsenal de motivaciones y capacidades aunque bajo formas o apariencias diversas, pero los mismos mecanismos universales. La diferencia fundamental es luego cómo lo gestiona cada uno, de qué recursos echa mano o el grado de eficacia comunicativa que resulta de su interacción con el otro.
En fin -y acabo ya-, no tenemos escapatoria, no hay evasión posible, no hay otra salida que vencer el miedo y atreverse, primero, a sentirnos a nosotros mismos, a conectar con nuestro yo, a captar y aceptar todo ese caudal de energía circulante y viva que bulle y pugna por emerger y darse y, acto seguido, a escuchar al otro, a experimentar la conexión con sus sentimientos y con sus necesidades que, al final, resultan ser de la misma sustancia y entidad que los nuestros y entonces, llegados a este punto álgido, efectuar el intercambio, dar y recibir, reconocerse -¡ah, bendita anagnórisis!- y caminar juntos hacia un mundo nuevo que ya, desde este mismo momento, se está haciendo posible.
Acabo de regresar de un curso de 12 horas sobre Comunicación No Violenta (CNV) y me he dado cuenta -en carne propia, es decir, por propia experiencia- de lo inhibido y amputado que me hallo y nos hallamos el común de los seres humanos a tal respecto. Juegos o estrategias tan simples como salir al centro del semicírculo y contar a los compañeros cursillistas una experiencia, los sentimientos que despierta y las necesidades elementales que revela era algo tan simple como extraño y difícil. ¡Madre mía -me digo- en qué niveles comunicativos estamos! ¡En pañales todavía! Tanto progreso técnico, tanta educación reglada y para todos, tantos medios de comunicación a nuestro alcance... y tanto miedo, tanta regresión, tanta impotencia para desvelar a los demás nuestra auténtica identidad, lo que realmente sentimos y necesitamos como individuos sociales que somos. Y lo más curioso y al mismo tiempo impactante de todo es que todos los hombres y todas las mujeres de la tierra tenemos en común la misma carta de sentimientos y necesidades, el mismo arsenal de motivaciones y capacidades aunque bajo formas o apariencias diversas, pero los mismos mecanismos universales. La diferencia fundamental es luego cómo lo gestiona cada uno, de qué recursos echa mano o el grado de eficacia comunicativa que resulta de su interacción con el otro.
En fin -y acabo ya-, no tenemos escapatoria, no hay evasión posible, no hay otra salida que vencer el miedo y atreverse, primero, a sentirnos a nosotros mismos, a conectar con nuestro yo, a captar y aceptar todo ese caudal de energía circulante y viva que bulle y pugna por emerger y darse y, acto seguido, a escuchar al otro, a experimentar la conexión con sus sentimientos y con sus necesidades que, al final, resultan ser de la misma sustancia y entidad que los nuestros y entonces, llegados a este punto álgido, efectuar el intercambio, dar y recibir, reconocerse -¡ah, bendita anagnórisis!- y caminar juntos hacia un mundo nuevo que ya, desde este mismo momento, se está haciendo posible.
Paco Ayala Florenciano
Gracias, Paco, por ese abrazo.
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