La crisálida

LA LENGUA VIVA

A punto ya de culminar los exámenes correspondientes a la 1ª evaluación del curso, se me ocurren ciertas reflexiones acerca de lo que enseñamos en las aulas y de lo que se examinan nuestros estudiantes.
Cuando yo estudiaba la cosa estaba muy clara: un profesor (casi no había profesoras en el Bachillerato, ahora la Secundaria) explicaba un tema en clase que ya estaba explicado en el libro de texto o bien, si el profesor así lo decidía, lo dictaba para que lo copiáramos en nuestra libreta. Al día siguiente, era muy probable que el mismo profesor te sacara a la palestra (a la pizarra, a la tarima...) para preguntarte dicho tema de memoria y ¡ay de ti si no te lo sabías punto por punto! No importaba tanto tu entendimiento acerca de él cuanto tu capacidad retentiva para recitarlo al pie de la letra. Por supuesto, este ejercicio memorístico se aplicaba también a los exámenes escritos, que es donde realmente cobraban valor definitivo e irrevocable las calificaciones.
Luego llegó la reforma (la primera de una serie interminable) y me pilló a mí de profesor. Y yo -ingenuo de mí- ya creía que con ella se daba por finiquitado el antiguo régimen educativo y se daba paso -al fin- a lo que consideraba los auténticos valores pedagógicos: la imaginación, la creatividad, el aprendizaje constructivo... Y así fue durante un corto periodo de experimentación. Pero, como suele ocurrir en esta España de arranque de caballo y parada de buey, todo fue agua de borrajas y lo que parecía el comienzo de una nueva era verdaderamente revolucionaria en metodología didáctica, en enseñanza útil, comprensiva y moderna, acabó por convertirse en una contrarreforma retrógrada, papel mojado. Mi gozo en un pozo, como suele decirse.
Y si no, no tenéis más que revisar los actuales currículos de la ESO y del Bachillerato, o los libros de texto (más de lo mismo: temario y memoria) y los materiales que normalmente usamos para impartir nuestras clases, que siguen siendo sustancialmente tiza, borrador y pizarra. Los cacareados ordenadores se usan muchas veces -salvo honrosas excepciones- para tener entretenido al personal y ocupar horas lectivas terminales que, de otra manera, nos resultarían un tanto pesadas y conflictivas. El uso de las nuevas tecnologías en la enseñanza ofrece al alumnado motivación y aprendizaje rápido, ameno e intuitivo (el clásico docere delectando) y descarga al profesor de la pesada cruz de la clase magistral, pero todavía está lejos de ser una realidad cotidiana, eficiente y segura en la vida académica; así que, ante el miedo a la falibilidad técnica, además del cuantioso trabajo añadido que conlleva fuera de la jornada laboral, la mayor parte del profesorado opta por regresar al sistema tradicional del libro de texto o la fotocopia a lo sumo. Nuevamente el miedo a lo desconocido, el miedo a la libertad. No sólo del colectivo docente, sino -y ahí me duele aún más- de la propia Administración que prefiere -para evitar problemas y mantenerse en el poder- lo malo conocido a lo bueno por conocer.
Y mientras tanto, nuestros jóvenes estudiantes, ávidos de aprender (aunque prefiramos no creerlo para justificar nuestra inercia acomodaticia), de descubrir, de experimentar, de sentirse útiles y protagonistas de su propio proceso discente, siguen esperando con paciente aburrimiento que alguien, algún día, en algún lugar, abra una ventana de aire fresco a la vida que vive afuera, libre de las ataduras claustrofóbicas del currículo oficial.
Termino con una cita genial de Juan de Mairena, el alter ego de Antonio Machado:
...Procurad, sobre todo, que se no se os muera la lengua viva, que es el gran peligro de las aulas.
Paco Ayala Florenciano

No hay comentarios:

Publicar un comentario