Quijoterías (2) Ignaros

Después que don Quijote hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puño de bellotas en la mano y, mirándolas atentamente, soltó la voz a semejantes razones: —Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. (D.Quijote, I, XI)


¿Imagináis lo atónitos que debieron de quedarse aquellos rudos e ignaros cabreros al escuchar el retórico discurso de nuestro Don Quijote sobre el tópico renacentista de la edad dorada? En esta dualidad dialéctica entre realidad y fantasía, entre lo que es y lo que uno sueña que debería ser, entre lo posible y lo utópico, reside la clave interpretativa de la obra cervantina: un trasnochado e iluso caballero andante por los adustos y ramplones campos de Castilla.
Pues algo así nos sentimos a veces (quizás demasiadas) los profesores cuando tratamos de impartir enseñanza en nuestras clases, rodeados de indolentes adolescentes a quienes lo único que les preocupa es el final de la clase -que no la finalidad-, no llevar demasiados deberes -mejor ninguno- para casa o -en el mejor de los casos- solamente aprobar. Lo de aprender, aprovechar el tiempo, superarse y progresar física y mentalmente ya son palabras mayores o puras excepciones para los buenos alumnos, que siempre los hay y menos mal.
Es cierto que muchas veces (quizás demasiadas también) lo que les ofrecemos a nuestros pupilos no les interesa lo más mínimo, bien porque les parece completamente inútil e innecesario para afrontar y entender su mundo cotidiano, bien porque les resulta intrincado, complejo y excesivamente dificultoso habiendo como hay tecnología accesible y barata que facilita y acorta la labor cuando no “piensa” y resuelve por nosotros. Es cierto, reconozcámoslo. Todavía en las aulas carecemos de medios acordes con dicha tecnología; todavía los profesores no sabemos bien cuándo ni cómo usarla y -lo que es más grave- nos vemos refrenados e impedidos de dar rienda suelta a la experimentación e innovación pedagógica por los periclitados currículos que aún hoy se obstinan en mantener las administraciones educativas. Sí, proclamémoslo una vez más: es cierto y merece una profunda reflexión y un cambio de rumbo sereno, concertado y firme a la vez.
Pero no lo es menos que para que esta revolución de calado se produzca también hace falta un cambio profundo y radical en la actitud de los discentes, de los estudiantes. Para empezar, es preciso que acudan a clase con verdadero espíritu de estudiante -no olvidemos la etimología de estudiar: ejercitar el entendimiento para alcanzar o comprender algo-; es preciso asimismo que lo hagan acatando -con convencimiento, no por imperativo legal- el principio de autoridad de su profesor o maestro. Si bien es verdad que este principio no es una cualidad innata del docente, sino que se gana a pulso, con trabajo, mostrando y demostrando nuestro saber, nuestra autoridad en la materia que impartimos y nuestra autoridad moral como adultos maduros y responsables. Y siempre y en toda circunstancia -y esto se adquiere sobre todo en el seno familiar- ejerciendo el respeto como máxima (a sí mismo y a lo ajeno), entendiendo la educación como el mejor regalo que la sociedad se hace a sí misma, como el pilar insustituible de una edad dorada que ni antes la hubo (ojo: absténganse recalcitrantes impostores de la vuelta al pasado como solución) ni existe aún, sino que está por llegar, que la estamos construyendo como utópicos quijotes, pero que a buen seguro llegará con buen corazón, coraje suficiente y aprendiendo de las caídas.

Paco Ayala Florenciano

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