¿Quieres probar... LA CONJURA DE LOS NECIOS?

La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, relata las aventuras divertidas de un sureño anticuado llamado Ignatius Railly, que se propone abandonar su aislamiento y buscar un trabajo normal para salvar sus deudas. Es un libro divertido y escrito con maestría, y creo que es imperdible.
Esta es mi parte favorita de todo el libro y la quiero compartir. Se sitúa en Nueva Orleáns, Luisiana. Ingnatius Reilly va por ahí vendiendo bocadillos de salchichas con un carro, pues es su recién adquirido empleo, cuando se le acerca un joven que quiere comprarle la primera salchicha del día. Y esto es lo que pasa:
“Ignatius miró con dureza al jovencito que se había colocado delante del carro. Su válvula protestaba contra los granos, la cara hosca que parecia colgar del pelo largo y convenientemente aceitoso, el cigarrillo colgado en la oreja, la chaqueta color aguamarina, las botas elegantes, los pantalones estrechos que abultaban ofensivamente en la entrepierna, violando todas las normas de la geometría y la teología.
–Lo siento- masculló.- Solo me quedan unas cuantas salchichas y tengo que reservarlas. Quítese de mi camino, por favor.
-¿Reservarlas?¿Para quién?
-Eso no es asunto tuyo, jovencito. ¿Por qué no está usted en la escuela? Haga el favor de dejar de molestarme. Además, no tengo cambio.
-Yo tengo suelto- silbaron aquellos labios blancos y delgados.
-No puedo venderle a usted un bocadillo, caballero, ¿está claro?
-¿Pero qué te pasa a ti, hombre?
-¿Qué me pasa a mí? ¡Qué le pasa a usted! ¿Cómo es usted tan antinatural que desea un bocadillo a esta hora tan temprana de la tarde? Mi conciencia no me permite vendérselo. Piense en su cutis repugnante. Está usted en pleno desarrollo y su organismo necesita un buen suministro de verduras y zumo de naranja, y pan integral y espinacas y cosas así. Yo, por mi parte,  no estoy dispuesto a contribuir en la corrupción de un menor.
-¿Pero de qué habla usted? Deme ese bocadillo, venga. Tengo hambre. No he comido.
-¡No!- gritó Ignatius, tan furioso que los transeúntes miraron.- Lárguese de aquí antes de que le atropelle con mi carro.
George abrió la trampilla del compartimiento de los panecillos y dijo:
-Oiga, tiene aquí material de sobra. Prepáreme uno.
-¡Socorro!- gritó Ignatius, recordando de pronto las advertencias del viejo sobre los ladrones-. ¡Quieren robarme los panecillos!¡Policía!
 Ignatius echó hacia atrás el carrito y lo lanzó contra la entrepierna de George.
-¡Ay! Cuidado con lo que haces, loco.
-¡Socorro!¡Ladrones!
-Cállate, por amor de Dios- dijo George, cerrando la tapa de golpe- Deberían encerrarte, maricón de mierda.
-¿Qué?- gritó Ignatius.- ¿Qué impertinencia es esa?
-Eres un maricón y estás chiflado- bufó George más fuerte, y se alejó, las tapas de los tacones rayando la acera.- ¿Quién va a querer comer algo que han tocado esas manos mariconas?
-¿Cómo te atreves a gritar semejantes indecencias? ¡Que alguien agarre a ese muchacho!- gritó Ignatius furioso, mientras George desaparecía calle abajo entre la multitud.- Que alguien tenga la decencia de coger a ese delincuente juvenil. Ese menor desvergonzado. Ya no hay respeto. ¡A ese rufián debían azotarle hasta dejarle sin sentido!
 Una mujer del grupo que rodeaba la salchicha móvil, dijo:
- Hay que ver. ¿De dónde sacarán a estos vendedores?
- Borrachos y vagabundos.- le contestó alguien.
- Un borracho, eso es lo que es. A todos los ha vuelto locos el vino. No deberían dejar a gente como esta suelta por la calle.
- ¿Es mi paranoia que se ha desmandado por completo?- preguntó Ignatius al grupo.- ¿O están ustedes, mongoloides, hablando realmente de mí?
- Es mejor dejarle en paz.- dijo alguien.- fíjense qué ojos.”
Bueno, cuando Ignatius llega donde el señor Clyde le dice lo siguiente:
“-Somos dos afortunados por el hecho de que haya podido regresar siquiera. Sepa que han atacado de nuevo.
-¿Quién?
-El sindicato del crimen. Dios sabe quiénes son. Mire mis manos.- Ignatius plantó sus manazas delante de la cara del viejo.-Todo mi sistema nervioso está a punto de rebelarse contra mí por someterlo a este trauma. Si caigo de pronto en una crisis nerviosa no se extrañe.
-¿Qué demonios pasó?
-Un miembro del inmenso hampa juvenil me acorraló en la Calle Carondelet.
-¿Lo robó a usted?-preguntó nervioso el viejo.
-Brutalmente. Me colocó en las sienes una pistola grande y oxidada. En realidad, me la aplicó directamente sobre un punto vital, impidiendo que la sangre me circulara por el lado izquierdo de la cabeza por un buen rato.
-¿En la Calle Carondelet a esta hora del día?¿Y nadie intervino?
-Por su puesto que no. La gente alienta a los delincuentes en estos casos. Quizá experimente una especie de placer ante el espectáculo de un pobre y afanoso vendedor al que se humilla públicamente. Quizá quisiesen respetar el espíritu de iniciativa del muchacho.
-¿Y que aspecto tenía?
-El de miles de jóvenes. Granos, tupé, adenoides, el equipaje adolescente standart. Quizá hubiera tenido alguna marca de nacimiento o una rodilla débil. La verdad es que no puedo acordarme. Cuando me incrustó la pistola en la cabeza, me desmayé por falta de riego en el cerebro y por el miedo. Mientras estaba allí tumbado en la acera, parece ser que saqueó el carro.
-¿Cuánto dinero se llevó?
-¿Dinero? No robó dinero. En realidad, no había dinero que robar, pues no había conseguido vender ni uno de esos manjares siquiera. Robó las salchichas. En fin, al parecer no se las llevó todas. Cuando recobré el conocimiento, examiné el carro. Aun quedan una o dos, creo.
-Nunca oí nada parecido.
-Quizá tuviera mucha hambre. Quizá alguna deficiencia vitamínica de su organismo en desarrollo necesitase urgentemente una compensación. El deseo de alimento y de sexo es relativamente similar. Si hay violaciones a mano armada, ¿por qué no habría de haber robos de salchichas a mano armada? No veo nada insólito en el asunto.”
por Norah  María Walsh, 1º BHCS

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