Quijoterías (8) Encantamientos


    —Yo no sé, señor don Quijote, cómo vuestra merced en tan poco espacio de tiempo como ha que está allá bajo haya visto tantas cosas y hablado y respondido tanto.
    —¿Cuánto ha que bajé? —preguntó don Quijote.
    —Poco más de una hora —respondió Sancho.
    —Eso no puede ser —replicó don Quijote—, porque allá me anocheció y amaneció, y tornó a anochecer y amanecer tres veces, de modo que a mi cuenta tres días he estado en aquellas partes remotas y escondidas a la vista nuestra.
    —Verdad debe de decir mi señor —dijo Sancho—, que como todas las cosas que le han sucedido son por encantamento, quizá lo que a nosotros nos parece un hora debe de parecer allá tres días con sus noches.
    —Así será —respondió don Quijote.

(Don Quijote, II, XXIII)

    La bajada de Don Quijote a la cueva de Montesinos le proporciona no sólo la visión de sucesos maravillosos, sino un cambio de conducta en lo sucesivo más acorde con la realidad. Paradoja paradigmática del fenómeno literario, del efecto mágico y transformador en el escritor y en el lector.
    Bajar a la cueva de Montesinos es sinónimo de soñar despierto, de imaginar, de vivir en definitiva la segunda vida que nos ofrecen los libros, en especial los de índole literaria. Cada vez que nos sumergimos en la lectura, en la soledad de nuestro cuarto, o en el silencio (si se consigue y no irrumpe el altavoz televisivo) del salón, repantigados en el sofá, o en cualquier otra coyuntura (banco del parque, o asiento del autobús, o sala de espera, o...), estamos bajando a la cueva de Montesinos, adentrándonos en otro espacio y en otro tiempo cuyas coordenadas están por descubrir a cada página que avanzamos. Aventura sin límites, extraordinaria, fantástica, emocionante, suprema, precisamente porque se corre sin riesgo, sin fatiga (tan sólo de la vista, si pasas largas horas enganchado al texto), pero experimentada como auténtica y única.
    Ahora que iniciamos un periodo de asueto navideño es el momento propicio para apuntarse a esta aventura, para disfrutar sin tasa del verbo imaginario, de esa novela que nos hará sentir, anhelar, padecer (divina catarsis), reír, sufrir (ah, el dulce lamento), regocijarnos, amar (ejercitar y poner a punto tan imprescindible sentimiento), aprender, recordar, añorar, anticipar, cambiar (uno no es el mismo antes y después de una lectura), madurar, progresar, decidir... O de ese poema que nos cae como del cielo, como una joya, como un precioso regalo que nos conmueve y nos llega más profundo que cualquier regalo empaquetado y envuelto en lacitos.
    Ahora es la hora de iniciar una nueva vida, o al menos de prepararnos para ella. Vale ya de falsas promesas, de intentos que nunca se logran, de buenos propósitos que se quedan en eso, de excusas complacientes y de lenitivos autoengaños. No hay más prórrogas para lo que te está pidiendo el cuerpo y el alma y que se alimenta necesariamente de palabras, del imaginario verbal, sustento básico del pensamiento y propiciatorio del acto.
    Que la luz que se abre con el solsticio hiemal sea el símbolo de la luz que abra e ilumine tu corazón y tu mente.
                                Felices vacaciones.


                        Paco Ayala Florenciano



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