La crisálida



El limbo

Más que el cielo (inefable, lumínico y etéreo), más que el propio infierno (claustrofóbico, abrasador y caótico), el lugar al que siempre tuve verdadero temor de arribar en el más allá fue el limbo, precisamente por su indefinición infinita, por su indefectible inestabilidad, por ese permanente estado de inopia indesignable que le es inherente o no, ya que carece de rasgos, límites y perfiles: es sencillamente indescriptible. Cuando mis primeros padres (los biológicos y los pedagógicos) me lo mentaban, me sentía profundamente agraciado por haber nacido en un país católico y haber sido inmediatamente bautizado nada más nacer. Si tenías la desgracia de morir prematuramente antes de acudir a la pila bautismal, una mayor aún desgracia te aguardaba yendo a parar tu alma al limbo, un no lugar de donde no se sale nunca y donde no pasa el tiempo, donde no sufres ni padeces, donde permaneces en estado de espera toda la eternidad. ¡Pasmoso, cruel, aciago designio! Al menos, del purgatorio se acaba uno librando cuando purga sus culpas, pero del limbo... no te libra ni Dios.

Hace unos años que el Santo Padre proclamó al fin que el limbo no existe, que fue sólo una metáfora de las muchas que empleaba la Iglesia para tratar de arrojar luz sobre la incognoscible metafísica sobrenatural. ¡Qué alivio! Aunque yo ya estaba curado de espanto en estos últimos tiempos, aunque fuera a destiempo (muy acorde con el recalcitrante anacronismo de la curia), era un signo leve, sutil y frágil, pero signo al fin de que algo estaba cambiando en los albores del tercer milenio. Así que me olvidé del limbo, archivé el caso y fui soltando lastre, ese pesado fardo cultural que uno lleva adherido a las entrañas y que pulula como un fantasma por los entresijos de la mente.

Pero hete aquí que hace unos días decido cambiar de compañía telefónica y pedir la portabilidad. Ya estaba a punto de lograrlo cuando pienso que es mejor no hacerlo de momento -por razones que aquí no vienen al caso- y trato de paralizar el proceso. Cuál fue mi perplejidad cuando me dicen que mi número de teléfono, al haber interrumpido el trámite, ahora no pertenece a ninguna de las dos compañías y se encuentra irreversiblemente inoperativo. ¡El limbo -me dije-, mi teléfono ha ido a parar al limbo! Algo parecido me ha ocurrido con Telecable vía satélite que había contratado para acceder a internet en la aldea perdida en la que vivo. Al principio funcionaba de cine, la verdad, me parecía increíble que al fin la tecnología hubiera acabado con la secular marginación del mundo rural de la llamada sociedad de la información. Pero era demasiado bonito para ser cierto. En cuanto descargabas los 2Gb mensuales que te asignaban, la velocidad de descarga descendía a unos míseros 18Kb que imposibilitaban de facto el acceso a la red. Tras presentar innumerables quejas y reclamaciones en todos los tonos y formatos que me fue posible y recibir sólo largas, silencios y soluciones kafkianas (como que para recuperar los Gb de descarga tenía que dejar de usar el modem satelital, es decir, seguir pagando 51 euros mensuales sin hacer uso del servicio), resolví darme de baja. Ingenuo de mí, calculé que enseguida se pondrían en contacto conmigo para ofrecerme una contraoferta digna y sensata. Pero nada de nada: ni me llamaron ni me avisaron. A la semana de presentar la solicitud de baja se apresuraron sin más a desactivarme el servicio (y quitar de enmedio, ya de paso, mi incordiante voz de protesta) y hasta hoy. He tratado de recuperarlo, de renunciar a mi baja para no quedarme a dos velas en este páramo de la desinformación del que adolece la aldea, pero nada. Me dicen que no saben cómo resolver mi petición porque nunca se les había presentado algo así. ¡Otra vez el limbo, el irredento limbo, el implacable limbo!

Ahora sé que en realidad he vivido siempre en el limbo, que el limbo ha estado siempre aquí y sigue estando, que forma parte consustancial del entramado social, de la política, de la economía (otro limbo en forma de crisis de la que nadie acierta a escapar), del sistema educativo (en obsoleto limbo de incierto futuro), y -lo que más me aterra- de la inanidad, de la vacuidad, de la desorientación vital del ser humano.

Silencio. Respiro profunda y pausadamente. Me aferro a la palabra. A lomos del verbo vibrante me adentraré en su universo, quizás el único, quizás el último donde el limbo no existe. Y a ti, lector de El Maguillo, te invito a compartir este paraíso universal de las letras con este verso inmortal de Neruda:

Sube a nacer conmigo, hermano.

Paco Ayala Florenciano

No hay comentarios:

Publicar un comentario