La crisálida


El 63

Ese mismo año entré yo en la escuela. Recuerdo que estaba plácidamente balanceándome en mi sillita de colores cuando mi padre me dijo que tenía que ir al colegio. Entraba un sol radiante y amarillo -como mi cabello por aquel entonces- a través de los cristales y no recuerdo nada más de ese primer día en las aulas de primaria. Supongo que acudiría con el mandilón de rayas azules, que formaríamos antes de entrar, que nos pasarían lista y que nos leerían la cartilla sobre los deberes (entonces no había derechos) fundamentales en cuanto a normas de higiene y de buen comportamiento. Y supongo también -porque conozco bien mi talón de Aquiles- que en este sentido mi conducta sería ejemplar, modélica e impoluta. Recuerdo, eso sí, que una vez nos hicieron pasar a toda la clase por la palmeta del maestro (don Suceso se llamaba el buen hombre, aunque tenía sus limitaciones como todos los maestros del régimen) y sé que me sentí injustamente tratado porque yo, en particular, no había hecho nada que fuese punible. Pero en en lo tocante a castigos, la justicia de Franco era “igualitaria”: si no salía el culpable, se aplicaban a todos por igual.
Luego, a los 11 años, entré en el Seminario Menor de Murcia. No es que se hubiera manifestado en mí la vocación sacerdotal, sino que en aquellos años el Seminario era una forma barata de acceder a la enseñanza de calidad (según los patrones educativos de la época: moral católica, disciplina y rigor en el aprendizaje). Bastaba, en todo caso, con cumplir fielmente con las ordenanzas del centro, con acudir regularmente a misa, confesarse asiduamente, mostrar cierta bondad cristiana y tener el Evangelio como libro de cabecera. No hace falta decir que el centro era exclusivamente masculino. La primera vez que tuve compañeras de clase fue en la Facultad. Hasta entonces, a las chicas las veíamos en la calle y eran -al menos para los seminaristas- poco menos que inaccesibles. Algún compañero que otro fue expulsado inapelablemente del Seminario porque mantenía contactos verbales (por las noches, al apagar las luces, con la casa de enfrente del pabellón, demasiado al alcance, demasiado cerca para no caer en la tentación) con el elemento femenino. Se me quedó grabada en la memoria aquella frase del Rector: “o Cristo o las mujeres”. Claro, ante tamaña disyuntiva, no me extraña que al final, de los 40 alumnos que entramos en mi promoción, sólo uno se ordenara sacerdote. La única ocasión en que se me impuso un castigo personal fue a los 15 años porque en una hoja de severas instrucciones que los curas habían colocado en la puerta de acceso al aula, yo escribí una sola palabra que lo decía todo: “¡Ja!” ¡La que se armó! ¿Cómo era posible que Paco Ayala, el dócil -hasta la fecha-, aplicado, empollón y angelical Paco Ayala hubiese estampado con su puño y letra semejante interjección subversiva? Estuve una semana sin salir al recreo ni a la calle, constante y sutilmente recriminado por mi Director espiritual por haber “faltado a la confianza que habían puesto en mí”. Ese mismo año abandoné el Seminario y adquirí, lenta y dificultosamente, conciencia de mí mismo, conciencia de mi libertad suprema por encima de todos los dogmas de fe. Y me fui haciendo hombre con sentido, con mi propia fe en la humanidad, en el espíritu de la razón, en el paraíso del aquí y del ahora, del instante, del más acá en el que ya gozamos de la plena eternidad.
Y ahora, cuando uno creía que ya habíamos sorteado los escollos de la recalcitrante escuela de posguerra (que malogró los avances y aciertos indiscutibles de la escuela republicana), cuando uno creía que caminábamos hacia una educación más libre, más creativa, más eficaz y acorde con los nuevos tiempos, más constructiva, solidaria, evolucionada y progresista... llega “El 63”, nefasto programa-basura de Antena 3, y trata de volver a las andadas, de poner en lacerante tela de juicio la educación actual, que no es la panacea, ni mucho menos, pero que es, sin lugar a dudas, mucho mejor que la que teníamos en aquellos abominables años, mucho más humana, más abierta y sobre todo más ajustada (con sus grandes lagunas todavía) a la realidad plural de nuestra sociedad. Pero lo más alucinante de todo es que los propios padres que envían a sus hijos adolescentes a participar en el programa están convencidos de que este engendro educativo del 63 es lo que sus vástagos necesitan para que entren en cintura, para que aprendan modales, para que experimenten aquello de “la letra con sangre entra”. Las fierecillas domadas a golpe de órdenes indiscutibles, de sanciones físicas, de auténticas violaciones de la dignidad humana que también los menores de edad poseen.
Ojalá que este programa vuelva a las cavernas de donde nunca debió haber salido, que regrese la cordura y la lucidez, que esta sociedad nuestra de arranque de caballo y parada de buey deposite su confianza en el sistema educativo y -criticando todo lo que haya que criticar- siga apostando por el futuro, por la libertad, por lo bueno por conocer antes que por lo malo conocido. Así sea.

Paco Ayala Florenciano

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