La crisálida


De 20:30 a 21:30, la Hora del Planeta

Precisamente mientras escribo estas letras mi ordenador permanece encendido (pasó el tiempo del lápiz y papel o el de la máquina de escribir), y la luz azul de 60 watios de mi escritorio, y el fluorescente de la cocina, y la bombilla de bajo consumo del salón comedor, y el frigorífico, y las lucecitas rojas de stand by de la tele, del disco duro multimedia, de la Thermomix... Y precisamente a las 8:30 de la tarde asistiré a un espectáculo denominado “La quinta del sordo” en el Teatro de la Laboral, todo un alarde de potencia lumínica y decibelios de sonido. No creo que a esta hora practiquen lo del apagón solidario con la Tierra, so pena de devolverme el importe de la entrada. No creo. Y eso que yo soy de los que también alardean de concienciados y sensibilizados con el problema medioambiental que supone el derroche de las energías no renovables. Menos mal. Porque si no, primero ni me molestaría en escribir este artículo, y segundo, la única restricción eléctrica que me impondría sería la disuasoria de tener que pagar la factura de HC a fin de mes. Pero es así de triste y así de real: nos hemos hecho completamente dependientes de la energía artificial. De hecho, cuando se nos corta accidentalmente el suministro, pasamos verdaderos momentos de angustia, de ansiedad, de desesperación. Ni tele, ni cocina, ni ducha caliente, ni calefacción, ni internet, ni siquiera lectura si se hace de noche. Al borde de un ataque de nervios si pasan las horas y no escuchamos el ruidito de fondo de los electrodomésticos, si los interruptores no obedecen ipso facto al gesto omnímodo de hágase la luz. Sólo el silencio, un denso silencio que nos remite a la nada o al útero materno del que venimos. Una oportunidad para la paz interior de la que tan necesitados estamos, un momento idóneo para la comunicación con nuestra pareja, con nuestros hijos o con nuestra conciencia. Recuerdo cuando era niño -qué lejos en el calendario, pero qué cerca en el ánimo, ¡si parece que fue ayer!- y se iba la corriente (corriente por aquel entonces), aprovechábamos para jugar, a la luz misteriosa de las velas, al parchís, o a la oca, o a contar historias de miedo -¡qué gozo sentirlo en la ficción!-, o simplemente a charlar en familia, como nunca lo hacíamos: mi padre tenía que parar en su trabajo y sumarse a la conversación; mi madre hacía de maestra de ceremonias; mis hermanos y mis hermanas y yo con ellos absortos en la magia, en el calor de las palabras, disfrutando con los juegos de mesa, riendo, alumbrándolo todo con nuestra deslumbrante imaginación.
Y ahora, en la Hora del Planeta (por muchas mayúsculas que le pongamos, no deja de ser una minúscula hora insignificante), nos acordamos de que nuestro Planeta, y nosotros con él, estamos en peligro de extinción y entonamos el mea culpa (por nuestra culpa, por nuestra culpa, por nuestra grandísima culpa) y lo lanzamos a las ondas hercianas, y lo publicitamos en grandes carteles o a toda página impar del periódico, cargando el coste de todo ello al propio Planeta que cínicamente pretendemos salvar. Así que mejor apago en mi mente el guirigay mediático y me retiro a contemplar en el silencio oscuro de la noche el devenir del tiempo, del cosmos que nos supera y que nos espera con infinita paciencia.


Paco Ayala Florenciano.

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